«¿No es de un corazón sin tacha el más sólido peto?
Triplemente armado está quien por lo justo disputa;
y casi desnudo, aunque de acero cubierto,
aquel cuya conciencia se ve por la injusticia corrupta.»
A modo de justificación.
Domingo, cinco y veinte de la tarde de un agosto cualquiera. En la calle, las casas, blancas todas, se fríen al sol y una cigarra sierra una melodía que añade calor al calor de la tarde.
Dentro de una de esas casas, triple planta con gruesos muros, un salón oscuro con la mesa aún por recoger -botella de vino a medio acabar, cuchillo sin sierra sobre el membrillo y migas de pan alrededor- y un sofá. Sobre el sofá, la abuela, durmiendo pero sin dormir, con un ojo sobre la mosca que revolotea sobre el membrillo y la taza de café con restos de nata -la leche (siempre) muy caliente, incluso en verano- y el otro en la cocina, pocos platos en el fregadero, pero no se van a fregar solos. Sobre su regazo, el nieto, bien dormido; nada existe para él, salvo el calor y la melodía de las cigarra. Acurrucado en la esquina, el abuelo, incómodo -el niño ya no es tan niño y el sofá no da para tanto- mira atento la televisión.
Una película de Sergio Leone o Sam Peckinpah. Duelo al sol en un decorado almeriense pretendiéndose el oeste norteamericano. El instante se prolonga, es eterno. Primer plano: ojos fijos y entrecerrados. El abuelo se encrespa sobre el sofá; le incordia la tarde, el calor, la cigarra y, sobre todo, el niño. La abuela se aleja de ese sueño sin sueño y aparta cuidadosamente la cabeza de su nieto. Ya es hora de recoger la mesa; ya es hora de fregar los platos. Otro primer plano: dedos que juegan y revolotean por encima del revólver. El niño bosteza, se levanta del sofá, se planta delante de la tele -el meñique roza la empuñadura- y pulsa el botón situado bajo el número tres. Busca dibujos; Bola de drac, seguramente. El abuelo grita sin gritar, hace unos años un cáncer se llevó su voz, pero el niño no hace caso. La abuela, que tiene la habilidad de oír los gritos silenciosos de su marido, se gira desde la cocina y ve al niño delante de la tele, aporreando botones, y al abuelo, en el sofá, gesticulando con odio hacia el niño. Corre de vuelta al salón, aparta al niño y sintoniza, de nuevo, la película, pero el instante ha vuelto a ser instante: ha desaparecido y con él se ha llevado el clímax de la película.
Suena la música de los créditos finales. La abuela, en la cocina, se afana con los platos. El niño, lloriqueando aún por no poder ver sus dibujos, lame el interior de un Petit suisse. El abuelo, maldice al niño y a la abuela. Dos horas de película y no ha podido ver el duelo final. Dos horas en este maldito sofá, soportando estrecheces y calores para nada. ¡Y encima el niño se come el último Petit suisse!
¿A santo de qué viene esta historieta? No es que me arrepienta de haber sido el azote de los Petit suisse que poblaban la nevera de mi abuela. Simplemente quería confesar que las películas de vaqueros me aburrían -y aburren- hasta el horror. Por lo que la idea de leer una novela del oeste (de casi setecientas páginas, además) no es algo que me resultara, de inicio, demasiado atractivo. Por suerte, a veces voy a contracorriente de mí mismo y convencido por la reseña de La medicina deTongoy me lancé a leer Warlock del, a partir de ahora mismo, maestro Oakley Hall.
Y pese a que…
Warlock es un pueblucho situado entre la frontera de México y los EE.UU. Aunque su ubicación real es el fin del mundo. Aquí no llega ni la justicia -ésta se encuentra, literalmente, «a un día a caballo»-
En este poblado cohabitan dos bandos enfrentados: el primero, liderado por el pistolero Abe McQuown, se inclina hacia la desmesura. El segundo, formado por los miembros del Comité de Ciudadanos representa una suerte de proto-asamblea sin base legal alguna.
La novela se abre con la huida del ayudante del Sheriff (pues Warlock no tiene ni Sheriff propio) y con la decisión del Comité de ciudadanos de contratar a Claise Blaisedell, el vaquero de las Colt Frontiers de oro.
Como punto de partida, el escritor norteamericano no dispone nada que se aleje demasiado de los estándares del género: malos desmedidos, un pueblo amedrentado y un héroe que llega para salvarlos a todos. Es decir, lo mismo que hemos visto una y otra vez en las películas del oeste. Pero nada más lejos de la realidad, pues las grandes novelas no tienen género; poco importa si en ellas hay indios, naves espaciales o guerra, si son grandes -y ésta lo es- la novela trasciende y se desarrolla más allá de la mera etiqueta y del estereotipo.
Los argumentos.
1. Como decía, Warlock no es sólo una novela del vaqueros. Sí, contiene diversos elementos de género, pero aquí encontraremos una historia universal sobre la justicia y el poder. De hecho, Warlock se puede leer casi como un estudio -brillante, por cierto- de cómo surge la justicia y de cómo se sustancia el poder.
2. Resulta difícil encontrar una novela en la que haya, al menos, un personaje imborrable. Pues bien, aquí el lector encontrará, como mínimo, media docena. La construcción de los personajes es magistral. No hay rastro alguno de personajes atractivos en apariencia, pero que, debido a la ligereza y al descuido por parte del autor, no escondan otra cosa que cartón piedra y puro artificio. No, aquí no, aquí viven personajes de verdad, de aquellos que encumbran la literatura. Personalmente, pocas novelas con más vitalidad he leído nunca. Gannon, Jessie, Morgan y tantos otros personajes tienen un motor interno, un leitmotiv, que los dota no ya de verosimilitud, sino de realidad.
3. Oakley Hall es un narrador brillante, tan brillante que narra sin la necesidad de narrar: teje la historia sin interponerse en ella haciendo un uso medido de distintos recursos (el uso de distintos puntos de vista, la interposición de diferentes niveles narrativos, la sagaz administración de la información, etc). Aunque donde realmente brilla su talento es en unos diálogos llenos de pólvora o, mejor dicho, que son pólvora y que conducen un relato de casi setecientas páginas con un equilibrio asombroso.
4. A renglón seguido de los dos argumentos anteriores: El estilo de Oakley Hall es invisible y, en este caso, es cosa buena, pues la prosa cede todo el protagonismo a los personajes y a las relaciones que se establecen entre ellos a lo largo del libro. El autor deja todo el espacio necesario para que sus personajes crezcan y se desarrollen, desarrollando, a su vez, de forma conjunta, la historia.
Pareciera que el autor se hubiere dedicado, exclusivamente, a la creación de los personajes y de un punto de partida, para después liberar a toda su creación, dejando que éstos interactúen a su antojo.
5. Warlock es LITERATURA. Tiene profundidad, historia, personajes, diálogos, genio y autenticidad en cada uno de estos aspectos. También es un libro entretenido, porque, a pesar del prejuicio, la literatura -la buena- entretiene y divierte porque es capaz de establecer un vínculo emocional con el lector peligrosamente parecido al amor: uno se enamora de una buena novela porque es capaz de sentir su mundo, sus personajes y su historia como propios.
6. Para acabar: léanlo. ¡Ya!
[…] me recordaban a lo que pasó en Norteamérica. Estaban todos fuera de la ley. Es como en la novela Warlock (1958). Ahí te explica que el sheriff tenía que ser el peor de todos, porque el sheriff tenía […]